Titikaka, el Lago Más Alto del Planeta,
Era Como la Matriz  de Todo lo Creado
 
 
Luis E. Valcárcel
 
 
 
El lago Titicaca como en los tiempos antiguos
 
 
 
Los antiguos inkas eran hidrolátricos. El mar, los lagos, las fuentes, los ríos, las nieves perpetuas, las cascadas y los remansos fueron y siguen siendo, para los indios de hoy, objeto de su religiosa veneración, entidades cúlticas que ocupaban sitio preferencial en el ejercicio cotidiano del rito y del acto mágico.
 
Dondequiera se alzase un templo, una tumba, un adoratorio, el agua recorría el recinto, amorosamente encauzada en canales de piedra, no importa las dificultades que habíase de salvar, dominando los desniveles, aplicado el principio físico del sifón, captada la linfa en la alta cumbre o en el profundo manantial.
 
El agua se acercaba al sepulcro como un símbolo de vida; el chorro cantarino rompía el silencio funerario para afirmar la duración, el eterno renovarse de la existencia. En la límpida superficie retratábanse las imágenes sagradas del sol, de la luna y de las estrellas, sus dioses celestes; pero no era solo la reproducción de las figuras sino que el agua contenía en sí misma a todos los seres divinos y terrenos y los encerraba como la madre al hijo o como la semilla a la flor en un supremo misterio de creación.
 
Titikaka, uno de los lagos mayores del mundo, el más alto del planeta, era como la matriz de todo lo creado: de su seno fecundo, cosmógono, palingenésico, nacieron todos los seres. Desde el sol hasta el hombre, toda la escala de la vida arranca de las profundidades insondables del gran lago. La pareja mitológica de los fundadores del Imperio, en su venusina aparición, emerge de las linfas lacustres para cumplir su misión civilizadora. Del fondo de las lagunas ascienden, en mágica evanescencia, el ánima engendradora de las especies. Cuando las hembras beben a las orillas, resultan por él fecundadas; el agua, como el esperma, es misterioso portador de la vida.
 
Pequeñas masas de agua en la cúspide de las montañas concentran la temibilidad. Sajrakocha, Supaykocha, lagos del diablo, no son ni mencionados por el indio actual, tanto es su temor. Cuentan que en ellos viven el espíritu de sus antepasados y el alma engendradora de todos los seres. No osan jamás acercárseles, porque peligra la existencia. Cuando un hombre, rompiendo el tabú, llega hasta sus orillas, repentinamente se desata violenta tempestad y es muy difícil que el atrevido escape a la cólera de los dioses.
 
(Se ha observado que se produce el fenómeno en los lagos andinos de más de 4 mil metros sobre el nivel del mar. Un disparo, a veces un grito, provoca la tormenta.)
 
El océano era adorado llamándolo “Madre Lago”. En sus riberas desérticas hallaban su final morada las gentes principales de los pueblos costaneros y serranos. Frente al mar, contemplando la diaria inmersión del Padre Sol, los difuntos recibían la pálida lumbre de los crepúsculos, “el sol de los muertos”. 
 
Su ciencia esotérica les señalaba la orilla del Océano Pacífico como el sitio escogido y reverencial, límite del Ecúmeno, para descansar o vivir la eternidad. Ahí era posible la resurrección de los cuerpos.
 
Como las lagunas, eran las fuentes “pakarinas”, es decir, “lugares de surgimiento de los seres”. Brotaban como el agua de las entrañas mismas de la tierra; era el manantial un emerger continuo del líquido vital. Su contemplación producía en el pensamiento del sabio inka la idea de la inagotable fecundidad de la naturaleza, del manar inextinguible de la vida… Fueron los ríos vinculados a las divinidades mayores: Willka Mayu o Río del Sol, Apu Rimaj o el Señor que murmura, Amaru Mayu o Río del Gran Ofidio, de la Serpiente Real, quizás algún gigantesco saurio. Los ríos conducían en sus aguas los pecados del pueblo, cuando en la fiesta de la purificación, el Asitua, eran arrojados en sus símbolos las grandes bolas de paja encendidas. El río lava el cuerpo y el alma; deja limpias las ropas del muerto. Se lleva los malos recuerdos.
 
La montaña adquiere todo el prestigio de dios mayor cuando está coronada de nieves.  Es el Apu.
 
El Jefe, el dios principal. Apus son el Akonkawa, con sus siete mil metros de altura, y el Sallkantay, y el Ausankati, y el Korisafra, y el Umantay, y el Pantikalla, y el Koropuna, y el Sara Sara, y el Illimani y el Sorata y cien más, altísimos picos de América. Agua en la cumbre: he ahí el más impresionante motivo de adoración para el viejo inka.
 
Wiracocha es la divinidad más antigua y universal de la raza andina. Descifrando filológicamente su sentido es un dios del agua, de la tierra y del fuego, de los tres elementos cardinales del cosmos.
 
La raíz KO significa agua en el quechua y en otros primitivos idiomas americanos. Hoy se le llama UNU o YAKU en la lengua de los Incas y UMA en el aymara.
 
KOLLA es el primitivo habitante de la región de las aguas, del altiplano de Titikaka, sector de las aguas. Etimológicamente significa “Hombre Salido del Agua”. USUÑA es hombre lacustre en el idioma antiquísimo de otro grupo étnico, los Urus.
 
UMAYU, UMASUYU son toponimias puneñas y bolivianas que se relacionan con la abundancia acuática y UMATI (Omate) es la reunión de las aguas.
 
El Inka no concibió ni la vida, ni la belleza, ni la divinidad desconectadas de lo divino, bello y vital por excelencia: el Agua.
 
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El artículo “Andes: El Agua Como un Ser Divino” fue publicado en los sitios web asociados el 17 de agosto de 2022. El texto es reproducido del libro “Mirador Indio”, de Luis E. Valcárcel, primera serie, apuntes para una filosofía de la cultura incaica, Lima, Perú, 1937, impreso en los talleres gráficos del Museo Nacional de Perú, 140 pp.  Ver pp. 65-69. Título original: “El Agua”.
 
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El pensador peruano Luis E. Valcárcel (foto) nació el 8 de febrero de 1891 y vivió hasta 1987.
 
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